15 mar 2012

LA TAQUILLERA

“La taquillera”


-¿Fila doce, dos centraditas?
Los sesentones se alejan cogidos de la mano. Ella pizpireta, llena de vida. Él, serio, pausado. ¡Por primera vez entrando juntos al cine!
La taquillera sonríe divertida ¡Si ellos supieran! No había costado gran trabajo unirlos. Solo un año desde que se lo pensó.
Entonces, ella no faltaba ninguna semana al cine, invariablemente venía el día del espectador, siempre sola. El, fallaba más, también iba solo.
¿Por qué no ponerlos juntos? Y empezó a darles butacas continuas. Siempre reservando una hasta que el otro llegaba.
Y al final lo había conseguido. Orgullosa de su obra volvió a mirar como se perdían escaleras arriba.
-¿Qué película? ¿Cuántas?

4 mar 2012

La escasa destreza del asesino v. 3.0 Definitiva

A veinte metros, un hombre, con un cuchillo de carnicero clavado en el pecho, dormía. O eso, me parecía. La caja torácica no se movía. Decidí acercarme. Cerré el libro. No me he presentado: llamadme Josué.



Los labios del durmiente sonreían. Una baba verde se perdía en las comisuras de los labios. Me dio mala espina. Había rastros de migajas de galletas en el pecho, cuello y parte de la boca. Golpeé al dormilón con los pies. Esperaba una reacción. No sucedió nada. Tuve una corazonada: no dormía: estaba muerto. La lividez del rostro era evidente.



Hurgué entre los bolsillos de la camiseta. Encontré la cartera, y su DNI. Basilio Torregrosa. Cuarenta y cinco años. Soltero. De Moratalaz. Por lo menos, ya sabía cómo se llamaba. Pero el enigma de su muerte me perturbó el espíritu. ¿Quién quería verlo muerto? Examiné la baba. El cadáver empezaba a oler a descomposición. Una mezcla de sudor y flujos vitales en decadencia. Un olor extraños y muy difícil de describir. El olor de la muerte.



La baba verde se trataba del residuo de un veneno. Despedía un aroma agriopicante muy molesto, sintético, alquímico, mortal. Si llamaba a la Policía, las preguntas serían muy comprometedoras. De hecho, según el libro que me estaba leyendo, si se contamina el lugar del cadáver, las pruebas desaparecen. Esto no coincidía con mis intenciones.



El culpable del asesinato debía estar en algún sitio, lejos de aquí. O muy cerca. Decidí de nuevo. Alguien tenía que haberlo visto. Haberse fijado en alguien desconocido. En muchas ocasiones, caminamos por la vida sin fijarnos en nadie. Y Nadie, suele ser muy importante en estos casos.



Indagué, y me acerqué a la Biblioteca. No subí. Fui a la cafetería, y me tomé una tónica. Pregunté a Ana si vio algo extraño.
-Sí-respondió-un hombre con el cabello despeinado, con barba de una semana, y nervioso.
-¿Llevaba alguna cosa en las manos, o en su indumentaria?
-Una bolsa de galletas, con un olor muy extraño.
-Gracias, Ana.



Me despedí, y esta vez, si fui a la Biblioteca. De momento, buscaba a un hombre con un aspecto desaliñado, y una bolsa de galletas. Abrí la puerta, y saludé a los bibliotecarios. Les pregunté por el hombre. Uno de los mismos, me confirmó que iba armado con un cuchillo, la primera vez. Y que los ojos los tenía rojos, d eno dormir. ¿Insomnio, tal vez?



Consulté la novela que estaba leyendo. Hallé que el asesino siempre se encontraba cerca del lugar del crimen. Seguramente, me había observado. No me sentí seguro. Además, portaba un cuchillo. Uno, clavado en en el cadáver de Basilio Torregrosa. ¿Para quién estaba destinado el segundo? ¿Y cómo lograría yo atraparlo con el cuchillo en la próxima víctima? ¿Había víctima potencial?



Lo más seguro es que hubiera desaparecido. Me puse en su lugar. Si se alejaba, la dificultad consistía en atraparlo. Si su huida no dejaba rastro, entonces, nada quedaba por hacer.



Carecía de plan alternativo. No sospechaba quien era; pero si me hubiera tropezado con él, sin duda, su rostro o su aspecto, no pasaría desapercibido. Pregunté al bedel mejicano del centro cultural:



-No vino solo-respondió-Llegó con una mujer muy atractiva, muy rechula. Ambos, en el dedo, un anillo de casado, cada uno. La mujer estaba nerviosa.





El resto ya me lo figuraba. La víctima no llevaba anillo, y además, era soltero. Abrí más líneas de investigación. Mis sospechas se confirmaron cuando descubrí a una mujer con un anillo, en la Exposición de Pintura. Caminaba de un lienzo a otro sin rumbo fijo. No le importaban los cuadros, pero sí me di cuenta de que su espíritu se encontraba agitado.



Pero podía no tratarse de ella. Podía ser cualquiera. Nadie dijo que ser detective era fácil. Intenté atar cabos. ¿La mujer estaba nerviosa? ¿Cuál es la razón? Si lo estaba, es posible que fuera por varias razones, que nada tenían que ver con el asesinato. Esto meditaba cuando subía las escaleras. Por otra parte, mis razonamientos no me llevaban a ninguna parte. Consulté el libro, y leí que muchos casos no se resolvían porque no importaban para el argumento o la estructura de la novela. También, los indicios o pruebas. El crimen nunca es perfecto; pero cuando el crimen o delito prescriben, las víctimas ya no pueden gritar. Torregrosa hacía unas horas que ya no gritaba.



Continué subiendo las escaleras. Antes de llegar al principio, apareció el asesino. Una bolsa de galletas, ojos rojos de insomnio, barba de una semana, y cabello desarreglado. Me golpeó con la furia en su rostro, con el cuchillo en ristre, me resbalé en el escalón, y caímos los dos. En la confusión de la pelea, procuré que el cuchillo no me dañara. Cuando dejamos de rodar por la escalera (y romperme el brazo, provocarme un doloroso esguince en el pie, y un desgarrón en los gemelos) el cuchillo fue a parar a pecho del asesino. La mujer se acercó, quitó el arma del cadáver, e intentó ¡clavármelo a mí! Me puse en pie, renqueando y agotado. Sostuve la muñeca, y la mujer, fuera de sí, intentó la misma maniobra para acabar conmigo. Falló, y el cuchillo, al modificar su intención, le desgarró su cuello.
-¡Socorro! ¡Ayuda!-grité.



Antes de desmayarme consulté la cartera del asesino. Evaristo Lodosa. Cuarenta y dos años. Casado. Y cornudo inveterado, pensé. De la mujer, supe que se trataba de la señora de Lodosa, casi de la misma edad, y amante de Torregrosa. Ahora, ambos cadáveres. La infidelidad continuaría en otro plano de existencia, supuse.



Y me desmayé. Esta vez, me desmayé de verdad de la buena. Con dolor, y el corazón sobreesforzado. Las fuerzas me abandonaron y, por un momento, mi mente dejó de funcionar.



No me desperté. Recuperé el conocimiento en el Hospital. En la habitación de Trauma había un grupo de agentes de Policía, y un Inspector. Me temí lo peor.
-Estoy detenido, seguro-murmuré.
-No lo está-dijo el Inspector, que se llamaba Nancho Pascual, al presentarse-¿Por qué razón no llamó a la Policía?
-¿Por qué razón el asesino quería matarme? Yo también soy una víctima.



-No me líe, Josué. Ha hecho un gran trabajo; pero déjelo a las Fuerzas del Orden y a la Justicia. La señora Lodosa mantenía un romance o idilio extramatrimonial con el señor Torregrosa. Cuando se enteró su marido, el señor Lodosa, decidió entrar en acción. Obligó al amante de su mujer a comer las galletas. No quedaba otro remedio. Pero usted entró en la ecuación, y Lodosa se dio cuenta. Había cometido muchos errores, y las pistas eran claras-explicó el Inspector Pascual-; de manera que decidió que, como usted sobraba en la ecuación, intentó matarlo, en un ataque alienado y no, precisamente, en sus cabales. La señora Lodosa decidió incriminarlo; pero, en el último instante, se rebanó el cuello. Alégrese de estar vivo, Josué. Y de no ser sospechoso de asesinato.





En lo único que pensé, después de las palabras del Inspector, fue en el charco de sangre en la Exposición de Pintura, y en los espectros en el centro cultural, que no tardarían en aparecer. Y me pregunté por qué hasta los criminales acaban siendo víctimas de sí mismos. Por otra parte, me dolía todo el cuerpo, y dormí entre algodones.