8 jul 2012

El Grito de la Sangre

Al pelirrojo le sangraba la nariz y le dolía el alma.
-No sigas por ahí, Panocha. Deja descansar a los muertos en paz-le dijo Angelito, el de la Taberna.-que aquí nos conocemos todos.
-Precisamente por eso, porque nos conocemos todos.
El pelirrojo se sentó frente a la barra. El resto de los del pueblo se apartaron, desconfiados. No les gustaba que llegara el pelirrojo y se pusiera a formular preguntas. que no venían al caso. Las preguntas nunca son bienvenidas.
-Tú conociste a mi prima. No me creo que, dos días después, apareciera su cadáver en la salida del pueblo.
-Deja que los muertos entierren a sus muertos, Panocha. Murió, ya está.
Los parroquianos fueron abandonando el local.
-¡Joder, Panocha, que me espantas a la clientela!
-¿Saben algo?-preguntó el pelirrojo-¿Saben?
-Y yo qué coño sé. Olvídate de tu papel de Sherlock Holmes, y descansa.
-No, me voy.
-Volverán a romperte la nariz.
-Pst-dijo el pelirrojo.
El pelirrojo paseó por las afueras del pueblo. Llegó al lugar en dónde apareció el cádaver de su prima. Obtuvo la información gracias a la Policía Nacional: sun prima había amanecido con magulladuras y asfixiada; nadie tuvo en cuenta la violación, el forcejeo de la lucha, y cómo unos rastros de cabello y piel fueron a parar a las uñas.
Al pelirrojo le avisaron para que dejara de meter el hocico en el asunto. Pero el pelirrojo no había venido de Madrid a perder el tiempo. Su prima murió, y nadie preguntó nada. El silencio la enterró en una lápida de hielo. Incluso sus primos preferían callar. ¿Por qué? ¿Quién los acobardaba o amenazaba?
Cuando fue a dar el pésame lo recibieron con frialdad. También porque era invierno, y la vida moría en el pueblo. Los ánimos también. Al principio no hizo preguntas. Luego, las filtró con sutileza. La frialdad se evaporó.
-A las dos de la mañana, Panocha. Murió sola.
-O la mataron, Lolo. O la mataron.
-Cualquier cosa, primo. Cualquier cosa.
-Lo comprendo, Lolo. Lo comprendo. Pero nadie sabe nada.
-Saben, Panocha. Pero no hablarán.
-No soy policía, Lolo. Busco la verdad. Y es: ¿Por qué murió así tu hermana? ¿Por qué?
El pelirrojo regresó a la carretera, en las afueras del pueblo, meditando. Los hermanos Castaño se acercaron. Portaban palos y barras de metal en las manos, dispuestos a utilizarlos.
-Haces demasiadas preguntas, madrileño. No eres bienvenido.
-¿Sabéis algo? ¿Qué teméis?-preguntó el pelirrojo.
Demasiado tarde. Los huesos le crujían por los golpes. La sangre cegaba su mirada. Los músculos se le desprendían. El dolor laceraba su alma castigada. Los Castaño se reían. Gritaban. Regresarás calentito a Madrid. Olvida a tu prima. Ella se lo buscó. El pelirrojo comprendió la verdad. Y prefirió no saberlo. Con los Castaño no se anda con bromas. Comprendió demasiado tarde, cuando los pulmones y la tráquea se inundaron de sangre. La oscuridad fue a buscar al pelirrojo y, desde un abismo, pudo ver la figura vital y alegre de su prima. Luego, la imagen se desvaneció en una vorágine incomprensible.

15 mar 2012

LA TAQUILLERA

“La taquillera”


-¿Fila doce, dos centraditas?
Los sesentones se alejan cogidos de la mano. Ella pizpireta, llena de vida. Él, serio, pausado. ¡Por primera vez entrando juntos al cine!
La taquillera sonríe divertida ¡Si ellos supieran! No había costado gran trabajo unirlos. Solo un año desde que se lo pensó.
Entonces, ella no faltaba ninguna semana al cine, invariablemente venía el día del espectador, siempre sola. El, fallaba más, también iba solo.
¿Por qué no ponerlos juntos? Y empezó a darles butacas continuas. Siempre reservando una hasta que el otro llegaba.
Y al final lo había conseguido. Orgullosa de su obra volvió a mirar como se perdían escaleras arriba.
-¿Qué película? ¿Cuántas?

4 mar 2012

La escasa destreza del asesino v. 3.0 Definitiva

A veinte metros, un hombre, con un cuchillo de carnicero clavado en el pecho, dormía. O eso, me parecía. La caja torácica no se movía. Decidí acercarme. Cerré el libro. No me he presentado: llamadme Josué.



Los labios del durmiente sonreían. Una baba verde se perdía en las comisuras de los labios. Me dio mala espina. Había rastros de migajas de galletas en el pecho, cuello y parte de la boca. Golpeé al dormilón con los pies. Esperaba una reacción. No sucedió nada. Tuve una corazonada: no dormía: estaba muerto. La lividez del rostro era evidente.



Hurgué entre los bolsillos de la camiseta. Encontré la cartera, y su DNI. Basilio Torregrosa. Cuarenta y cinco años. Soltero. De Moratalaz. Por lo menos, ya sabía cómo se llamaba. Pero el enigma de su muerte me perturbó el espíritu. ¿Quién quería verlo muerto? Examiné la baba. El cadáver empezaba a oler a descomposición. Una mezcla de sudor y flujos vitales en decadencia. Un olor extraños y muy difícil de describir. El olor de la muerte.



La baba verde se trataba del residuo de un veneno. Despedía un aroma agriopicante muy molesto, sintético, alquímico, mortal. Si llamaba a la Policía, las preguntas serían muy comprometedoras. De hecho, según el libro que me estaba leyendo, si se contamina el lugar del cadáver, las pruebas desaparecen. Esto no coincidía con mis intenciones.



El culpable del asesinato debía estar en algún sitio, lejos de aquí. O muy cerca. Decidí de nuevo. Alguien tenía que haberlo visto. Haberse fijado en alguien desconocido. En muchas ocasiones, caminamos por la vida sin fijarnos en nadie. Y Nadie, suele ser muy importante en estos casos.



Indagué, y me acerqué a la Biblioteca. No subí. Fui a la cafetería, y me tomé una tónica. Pregunté a Ana si vio algo extraño.
-Sí-respondió-un hombre con el cabello despeinado, con barba de una semana, y nervioso.
-¿Llevaba alguna cosa en las manos, o en su indumentaria?
-Una bolsa de galletas, con un olor muy extraño.
-Gracias, Ana.



Me despedí, y esta vez, si fui a la Biblioteca. De momento, buscaba a un hombre con un aspecto desaliñado, y una bolsa de galletas. Abrí la puerta, y saludé a los bibliotecarios. Les pregunté por el hombre. Uno de los mismos, me confirmó que iba armado con un cuchillo, la primera vez. Y que los ojos los tenía rojos, d eno dormir. ¿Insomnio, tal vez?



Consulté la novela que estaba leyendo. Hallé que el asesino siempre se encontraba cerca del lugar del crimen. Seguramente, me había observado. No me sentí seguro. Además, portaba un cuchillo. Uno, clavado en en el cadáver de Basilio Torregrosa. ¿Para quién estaba destinado el segundo? ¿Y cómo lograría yo atraparlo con el cuchillo en la próxima víctima? ¿Había víctima potencial?



Lo más seguro es que hubiera desaparecido. Me puse en su lugar. Si se alejaba, la dificultad consistía en atraparlo. Si su huida no dejaba rastro, entonces, nada quedaba por hacer.



Carecía de plan alternativo. No sospechaba quien era; pero si me hubiera tropezado con él, sin duda, su rostro o su aspecto, no pasaría desapercibido. Pregunté al bedel mejicano del centro cultural:



-No vino solo-respondió-Llegó con una mujer muy atractiva, muy rechula. Ambos, en el dedo, un anillo de casado, cada uno. La mujer estaba nerviosa.





El resto ya me lo figuraba. La víctima no llevaba anillo, y además, era soltero. Abrí más líneas de investigación. Mis sospechas se confirmaron cuando descubrí a una mujer con un anillo, en la Exposición de Pintura. Caminaba de un lienzo a otro sin rumbo fijo. No le importaban los cuadros, pero sí me di cuenta de que su espíritu se encontraba agitado.



Pero podía no tratarse de ella. Podía ser cualquiera. Nadie dijo que ser detective era fácil. Intenté atar cabos. ¿La mujer estaba nerviosa? ¿Cuál es la razón? Si lo estaba, es posible que fuera por varias razones, que nada tenían que ver con el asesinato. Esto meditaba cuando subía las escaleras. Por otra parte, mis razonamientos no me llevaban a ninguna parte. Consulté el libro, y leí que muchos casos no se resolvían porque no importaban para el argumento o la estructura de la novela. También, los indicios o pruebas. El crimen nunca es perfecto; pero cuando el crimen o delito prescriben, las víctimas ya no pueden gritar. Torregrosa hacía unas horas que ya no gritaba.



Continué subiendo las escaleras. Antes de llegar al principio, apareció el asesino. Una bolsa de galletas, ojos rojos de insomnio, barba de una semana, y cabello desarreglado. Me golpeó con la furia en su rostro, con el cuchillo en ristre, me resbalé en el escalón, y caímos los dos. En la confusión de la pelea, procuré que el cuchillo no me dañara. Cuando dejamos de rodar por la escalera (y romperme el brazo, provocarme un doloroso esguince en el pie, y un desgarrón en los gemelos) el cuchillo fue a parar a pecho del asesino. La mujer se acercó, quitó el arma del cadáver, e intentó ¡clavármelo a mí! Me puse en pie, renqueando y agotado. Sostuve la muñeca, y la mujer, fuera de sí, intentó la misma maniobra para acabar conmigo. Falló, y el cuchillo, al modificar su intención, le desgarró su cuello.
-¡Socorro! ¡Ayuda!-grité.



Antes de desmayarme consulté la cartera del asesino. Evaristo Lodosa. Cuarenta y dos años. Casado. Y cornudo inveterado, pensé. De la mujer, supe que se trataba de la señora de Lodosa, casi de la misma edad, y amante de Torregrosa. Ahora, ambos cadáveres. La infidelidad continuaría en otro plano de existencia, supuse.



Y me desmayé. Esta vez, me desmayé de verdad de la buena. Con dolor, y el corazón sobreesforzado. Las fuerzas me abandonaron y, por un momento, mi mente dejó de funcionar.



No me desperté. Recuperé el conocimiento en el Hospital. En la habitación de Trauma había un grupo de agentes de Policía, y un Inspector. Me temí lo peor.
-Estoy detenido, seguro-murmuré.
-No lo está-dijo el Inspector, que se llamaba Nancho Pascual, al presentarse-¿Por qué razón no llamó a la Policía?
-¿Por qué razón el asesino quería matarme? Yo también soy una víctima.



-No me líe, Josué. Ha hecho un gran trabajo; pero déjelo a las Fuerzas del Orden y a la Justicia. La señora Lodosa mantenía un romance o idilio extramatrimonial con el señor Torregrosa. Cuando se enteró su marido, el señor Lodosa, decidió entrar en acción. Obligó al amante de su mujer a comer las galletas. No quedaba otro remedio. Pero usted entró en la ecuación, y Lodosa se dio cuenta. Había cometido muchos errores, y las pistas eran claras-explicó el Inspector Pascual-; de manera que decidió que, como usted sobraba en la ecuación, intentó matarlo, en un ataque alienado y no, precisamente, en sus cabales. La señora Lodosa decidió incriminarlo; pero, en el último instante, se rebanó el cuello. Alégrese de estar vivo, Josué. Y de no ser sospechoso de asesinato.





En lo único que pensé, después de las palabras del Inspector, fue en el charco de sangre en la Exposición de Pintura, y en los espectros en el centro cultural, que no tardarían en aparecer. Y me pregunté por qué hasta los criminales acaban siendo víctimas de sí mismos. Por otra parte, me dolía todo el cuerpo, y dormí entre algodones.

27 feb 2012

DESILUSION

SE DIBUJA UNA SONRISA MELLADA en su cara regordeta.
-¡Mamá mamá, se me ha caído el diente! ¿Esta noche vendrá el Ratoncito Pérez?
-Carlos, papá te dijo el otro día que al Ratoncito le había atropellado un coche y se murió. Era ya muy viejo y al cruzar una calle no pudo correr cuando vio el coche.
-Pero … ¿No tenía hijos? Porque los hijos heredan lo que tienen sus padres ¿no?
-Sí, pero lo que hacía el Ratoncito no se puede heredar.
-¿No se puede heredar hacer felices a los niños?
-¿…?
-¡Jo! No entiendo por qué los mayores no creéis en la magia.

22 feb 2012

La piel escrita

“ La piel escrita”

Veo junto a su reloj, unos números marcados en su piel. Ella se ha dado cuenta de mi mirada, y tímidamente estira la manga de la anodina blusa para ocultar la piel escrita. Un aluvión de pensamientos diversos se agolpan en mi cabeza intentando dar una explicación adecuada a lo que he visto.
Al día siguiente alguien me da la respuesta. Ella, la interprete, esta mujer callada, taciturna, cumplidora en el trabajo y que habla tantos idiomas, apenas habla. ..
Y nunca nos contará, que hace muchos años, estuvo interna en Mathausen.
Allí la marcaron para siempre, en la piel, en el alma...

Esta es una historia real. Conocí a esta mujer en Checoslovaquia, era nuestra interprete en una película llamada “MILO BARUS” . Estábamos en los años ochenta.

Maria Luisa Pino Febrero 2012

8 feb 2012

La impaciencia de Stefan Zweig, cuando se sufre del corazón

¡Hola a todos, Zarigüeyos! Aquí llega Tío Hyeronymus a recomendaros una nueva obra de Stefan Zweig. De casi 400 páginas, describe, el escritor austríaco, los entresijos de los sentimientos en el Teniente Anton Hofmiller, el magnate Von Kekesfalva y su hija Edith y el rechoncho e inteligente doctor Condor. Con estos cuatro personajes, Zweig examina el interior del ser humano, sus zozobras e inseguridades, sus pasiones y sus errores. Edith es inválida, y expresa su pasión al joven oficial Hofmiller, que sólo le tiene compasión, y que ella confunde con un amor que necesita. Para ser sincero, hay obras que tratan sobre este tema, pero aquí, hay más temas: el tormento, la cobardía y la culpabilidad. A favor de Zweig, no se trata de una novela romántica, pero sí, sentimental. El espíritu humano se pone en conflicto. Von Kekesfalva espera la curación de su hija, y Condor conoce muy bien a Hofmiller, y cuando coinciden en el futuro, éste se avergüenza. Lo cierto es que la errónea pasión de Edith da una vuelta de tuerca terrorífica, en donde el laberinto sentimental, con la genial pluma de Zweig, poco antes de empezar la Gran Guerra (Primera Guerra Mundial, tras el atentado del Emperador Austríaco, Francisco José), este laberinto se complica en una no correspondencia, pero también, dentro del contexto histórico, en donde estos cuatro personajes logran que la trama se vuelva interesante, y llegar al final del libro, para ver que pasa. Es de agradecer que Zweig no caiga en el romanticismo flojo y en serie a los que nos tienen acostumbrados otros autores menores, pero más comerciales, y que la novela que os recomiendo, merece la pena leerla, por la exactitud de la pluma, sin descripción del ambiente, pero, en donde el autor expone el alma humana y sus naufragios.

Sig: N ZWE imp

29 ene 2012

Oficina´s Inferno

Para Lanzarote las máximas que seguía en las relaciones con las mujeres, que se transformaban en amantes, eran las siguientes: un día para conquistarlas, el segundo para seducirlas y el tercer día para olvidarlas. Eso sí, con un clavel y una nota en donde escribía: HASTA OTRO DÍA. L. No quedaba vuelta de hoja.
Lanzarote se comportaba, con cada nueva mujer, o amante, como si se tratara de un mundo nuevo que descubrir. Su labia, inmensa, nunca le fallaba, y lo que es peor, había conseguido ascender en la jerarquía de la empresa sin apenas esfuerzo, levantando envidias, y seduciendo a las esposas de sus superiores, abogando por él. Lanzarote no brillaba en ingenio para su ascenso, y, sin embargo, consiguió un despacho como directivo, sin el esfuerzo para merecerlo, y el lugar que utilizaba como picadero, con las secretarias, y un millar o más de amantes, o supuestas.

Todos los subordinados lo conocían bien. De hecho, incluso tuvo líos con las mujeres de los empleados, sus colegas, a los que no dudaba en traicionar, y olvidarlos. Corría el rumor de que en la empresa se iba a formar un ERE. Lanzarote no lo tuvo en cuenta, y siguió con sus conquistas.

También llegó una nueva secretaria, Ginebra. El día que apareció, los sistemas informáticos y la instalación eléctrica empezaron a fallar, y los ascensores del edificio se averiaron temporalmente. Y Ginebra se presentó en el despacho de Lanzarote.
-Hola, soy su nueva secretaria.
La mente de Lanzarote se vació, y no pudo pronunciar palabra.
-Bi-bienvenida.

Pero Lanzarote estuvo semanas sin nada que se le ocurriera. Ginebra entraba en el despacho, y esperaba el dictado de una carta o documento. Lanzarote permanecía en silencio y la examinaba fijamente: rubia, metro sesenta, rasgos occidentales con ojos azules almendrados, casi asiáticos, curvas y líneas bien aprovechadas y proporcionadas. A Lanzarote los ojos occidentales-asiáticos le hechizaban, por la mezcla exótica, se le antojó un extraño capricho de la evolución. Como se ponía nervioso, y no podía pronunciar palabra, despedía a Ginebra.
-Procure no hacerme perder el tiempo-decía la secretaria.

Una noche, pidió a Ginebra que se quedara para adelantar unos documentos. La instalación eléctrica empezó a fallar, los ascensores se averiaron, de nuevo, en varias ocasiones, y los ordenadores se encendían y apagaban en un caos inexplicable.
-Ginebra, regresemos a casa-pudo decir Lanzarote.
-¿No le importa llevarme?-preguntó Ginebra.
-No.

Cuando Lanzarote intentó arrancar el Mercedes SLK que nada le había costado, este se negó a despertar de su letargo. El vehículo nunca le había fallado y lo hacía ahora. Entonces, Ginebra, acercó un dedo a la llave de contacto, y el automóvil se desperezó. Lanzarote no supo que pensar. En realidad, nunca pensaba, y se engañó conque el truco de magia era sólo una suerte de prestidigitación.

Ambos no hablaron durante todo el trayecto. El vehículo se apagó durante dos horas, al pasar una serie de luces por encima de ellos. Ginebra se sonrió; pero Lanzarote abrió la boca, sorprendido, por el fenómeno. Prefirió no preguntarse nada como lo superficial que era, dando todo por sentado.
Poco después, llegaron a un descampado.
-Desnúdate-ordenó Ginebra.
-¿Cómo?-preguntó un todavía sorprendido Lanzarote.
-¡Quítate la ropa, terrícola!

En dos segundos, Lanzarote ya estaba desnudo, mostrando su poderoso cuerpo machacado en el gimnasio. Ginebra extrajo del bolso un cilindro de plástico con luces de colores que parpadeaban, unido por una sonda que terminaba en una esfera fosforescente esmeralda que zumbaba y emitía sonidos vibrantes espasmódicos, como una batería medio cargada. Lanzarote comprendió por qué fallaban las luces, los ascensores y los ordenadores de la oficina.

Ginebra acopló el cilindro al pene de Lanzarote. El seductor sintió como se le erguía contra su voluntad, y como el cilindro emitía sonidos electrónicos, pitidos, y como sus testículos le dolían como si los atravesaran con agujas gruesas. No pudo gritar, pero se quedó sin fuerzas. Además de los testículos le dolían los riñones, semejante a la presión con las manos, o a golpes taimados. Se arrodilló en el suelo, y las lágrimas recorrían su rostro.
-...

-No has entendido nada, humano. Mi especie necesita genes nuevos. Desde la última guerra nuclear, nuestros hombres quedaron estériles, y parte de las mujeres. Por eso os cultivamos. Me refiero a tipos como tú. Lo siento por la impresión. ¿No te lo esperabas?

Lanzarote escuchaba con los ojos muy abiertos hasta que se desmayó, poco antes de que un disco oscuro, con tres luces, descendía en el descampado e iluminaba el lugar en el que Ginebra y Lanzarote se hallaban.

Al día siguiente, Lanzarote se encontró balbuciente y desnudo. Lo rodeaba la Policía, y personal del SAMUR.
-¡Menos mal, amigo! Creíamos haberle perdido. Hay personas que se han preocupado por usted.

Lanzarote, temblando de frío, se encogió de hombros. No recordaba nada de la noche anterior. Un mes de baja en el Hospital lo recuperó. Al regresar a la oficina dimitió de su puesto, sin darle oportunidad al ERE de la empresa, para despedirlo.
Nunca supo con exactitud lo que había sucedido en el descampado la noche del viernes.

27 ene 2012

TEMEROSO DON JUAN


Luis y Oliva se conocieron bailando un tango.
Una noche de verano, cansados de estudiar, salieron a despejar su mente al parque cercano a su domicilio. No se conocían aunque vivían cerca el uno del otro.
Oliva era una joven dulce y muy guapa que soñaba con amar a un hombre con quien formar una familia.
Luis, de aspecto atlético y muy atractivo, sólo pensaba en conquistar al mayor número de mujeres, era la forma de sentirse hombre y presumir delante de sus amigos; estudiaba porque sus padres le obligaban para hacerse cargo de la empresa que fundara su padre.
Aquella noche, se sentaron en el mismo banco, Oliva recelosa por compartir el banco con un hombre, él, arrogante, y viendo una posible presa. El pequeño hombre que les miraba con nostalgia, empezó a tocar su bandoneón, ninguno de los dos sabe por qué se levantaron y se pusieron a bailar, “P’a que bailen los muchachos”. Los dos soñaron, pero no de la misma manera. No hablaron y solo cruzaron furtivas miradas.
Era luna llena. Después de bailar se fueron a su casa pensando el uno en el otro.
Oliva soñaba. Luis, enfadado porque había dejado escapar una presa, “¿¡qué me ha pasado para dejarla ir!? ¿¡por qué no he hablado!?” pensaba, “esto no puedo contarlo, una mujer deseable para cualquier hombre, la he tenido entre mis brazos y ni siquiera la he mirado, no recuerdo su cara, sólo el calor de su tierno cuerpo”
Pasaron meses yendo al parque cuando la luna estaba plena, en todo su esplendor, ambos se buscaban, pero no se reconocían o no se encontraban.
Pero un día, cuando la luna parecía descender a la tierra, vieron a ese pequeño hombre con su bandoneón, le siguieron, caminaban juntos pero no se conocieron. Se sentaron en el mismo banco, se miraron, Luis pensaba, “es guapa, quedaría muy bien en mi lista de conquistas”.
Sonaron las notas de ese tango que un día bailaron.
Luis se levantó, emocionado por la música, la invitó a bailar pensando que muy pronto sería suya, no como la primera vez que oyó este tango.
Cuando la tuvo entre sus brazos, reconoció las formas de ese cuerpo con el que había soñado tantas veces, ese calor, la suavidad de las manos, su perfume. Todo su cuerpo temblaba, sudaba y el aire parecía no entrar en los pulmones. “¿Qué me pasa?” pensó, “quiero mirarla y no puedo, quiero hablar y tengo la garganta seca. No puedo despegarme de su calor. La deseo, pero me siento extraño, diferente. Quiero irme. ¡Que termine pronto este tango!”