2 sept 2010

EL SALERO MÁGICO

Hacía frío en Annuick. Según el calendario, la primavera ya estaba allí, pero llegar a aquel escondido pueblo escocés le llevaba más tiempo de lo que sus habitantes quisieran y siempre, parecía que se retrasaba más de lo debido.
Era noche cerrada cuando Kevan, repitiendo el ritual diario, se dirigió al lugar donde su padre guardaba la turba que les calentaba durante los largos meses de invierno.
El cobertizo tenía las maderas muy desgastadas por los años, pero entre tabla y tabla había holgura suficiente para que penetrara un poco de luz de luna, aun así apenas se podía ver en el interior, pero como el crío sabía perfectamente dónde estaba almacenado el montón de combustible, se dirigió casi a tientas hacia el sitio para recoger unos cuantos ladrillos. Un sonido extraño le obligó a detenerse, estaba tan oscuro que era difícil ver otra cosa que no fueran sombras, pero indudablemente había algo allí escondido. Kevan no era miedica así que resuelto, se dirigió al rincón de donde salió el ruido esperando toparse con un zorro o cualquier otro animalillo refugiado de la fina lluvia del exterior. Algo se movió entonces y una pequeña sombra se deslizó por un agujero, el niño se agachó y curioso miró a través del hueco, con sorpresa pudo ver como unos diminutos pies cubiertos de pelo se dirigían dando saltitos hacia el cercano bosque. El muchacho salió corriendo del cobertizo, allí, en las lindes de su jardín tres extraños seres, vestidos con ridículos trajes de corteza de árbol, acarreaban trozos de turba entre sus brazos y a toda prisa se perdían en la oscuridad.
Sin pensarlo dos veces decidió seguir a los ladrones y la noche, hambrienta, devoró a unos y luego al otro en un santiamén.
El bosque, húmedo y silencioso, habitado por largas y curiosas sombras hubiera atemorizado a cualquier otro niño, pero no al nuestro. Kevan era ya todo un hombrecito o al menos eso era lo que él creía ser con sus recién cumplidos nueve años . Con gran sigilo y guiado por el sonido de las hojas y raíces que los diminutos seres aplastaban en su frenética huida, fué siguiéndoles por entre los árboles durante unos 10 minutos o más. Al poco llegaron a un claro, los ladrones depositaron su carga en medio del lugar, allí dónde la luna lo iluminaba abiertamente y entonces pudo verlos. Sus cabezas eran enormes comparadas con el resto del cuerpo y esto les hacía perder el equilibrio en cuanto se descuidaban. Pero esto en lugar de enfadarles les producía risa, pues aprovechaban cuando estaban patas arriba para hacerse cosquillas en los pies unos a otros...
Kevan, agazapado entre unos arbustos, no daba crédito a lo que veía. No les encontraba parecido a ningún otro ser, nunca había visto orejas tan grandes ni nariz tan enorme... ¿o era un pico? No sabría decirlo, pero eso sí, de lo que no cabía duda era de que se mostraban como seres divertidos y felices. El que parecía de más edad, con un agudo silbido, paró el juego. Las criaturas, ayudándose mutuamente a ponerse de pie, se alejaron hacia un lado y mientras cuchicheaban entre sí, no dejaban de mirar hacia los árboles como si esperaran a que algo sucediera. Enseguida otros seres llegaron al lugar, algunos se descolgaban de los árboles, otros caminaban, pero los últimos llegaban más retrasados porque se caían, por lo de las cabezas... Todos vestían graciosos pantaloncitos hechos de hojas secas y se tocaban con gorros que no eran otra cosa que tulipanes puestos del revés, ninguno levantaba más de cuatro pies del suelo y si no hubiera sido por sus orejas puntiagudas y su raro pico, hubiéra pensado que eran pequeños hombrecillos, sin contar, claro está, que sus manos no eran muy humanas, pues se parecían bastante a las aletas de pescado, con dedos unidos entre sí por una especie de piel transparente...
Kevan asombrado no dejaba de observarlos y hasta había olvidado que su familia le esperaba para encender el fuego.
Aquellos seres empezaron a recolectar hojas y trocitos de leña que fueron añadiendo a la turba y cuado tuvieron un gran montón, uno de ellos sacó algo parecido a un salero y lo agitó sobre todo aquello. Una inmensa luz seguida de pequeñas chispas de colores se elevó hacia el cielo y al momento, una lluvia de luciérnagas plateadas, azules y doradas iluminaron la noche y todos, sin excepción, se pusieron a bailar alegremente.
Atraídas sin duda por el resplandor, un montón de mariposas hicieron su aparición y comenzaron a revolotear alrededor del fuego. Su tamaño no era más grande que el de un colibrí y con el mismo frenesí de estos, movían sus delicadas alas produciendo un bellísimo arco iris. Pero lo más asombroso era que... sus cuerpecillos no tenían nada en común con los de los pájaros, ni con los de los insectos... sencillamente parecían diminutas niñitas aladas.
El muchacho extasiado, no sentía el frío, ni la humedad que le penetraba hasta los huesos y se tuvo que pellizcar para asegurarse de que no estaba soñando. Entonces un cosquilleo le subió por la nariz y un estornudo imposible de parar salió semi estrangulado de su boca. Al instante, igual que un inmenso globo cuando con demasiado aire estalla y desaparece volando, toda la escena que contemplaba se esfumó, parecía que alguien con una gran goma de borrar la hubiera eliminado. Solo quedaban a unos pocos pasos de donde se escondía, los restos de una fogata todavía humeante, probaba que todo aquello había ocurrido. Mientras, el bosque impasible, dormitaba ajeno a todo.
El chico esperó unos minutos para salir de su escondite. El lugar estaba lleno de huellas de pies por todas partes, ramas rotas y algún resto de turba. Una especie de frasquito semi- escondido entre las hojas llamó su atención, lo recogió y contempló admirado el material finísimo del que estaba hecho, era desconocido para él. Curioso, extendió su mano y espolvoreó parte del contenido sobre esta. Al instante, un sinfín de coloridas chispas le envolvió y una especie de remolino le elevó en el aire, transportándole por encima de las copas de los milenarios árboles. En pocos segundos aterrizaba en el jardín de su casa. La puerta del cobertizo seguía tal como la dejó, abierta de par en par, nadie parecía haberle echado en falta. Se aseguró de que tenía el frasquito mágico en un bolsillo de su pantalón y entró corriendo en la casa.
_ Madre, madre ¡No se lo va a creer! Había una criatura en el cobertizo y...
_ ¿Ya estamos a vueltas con tus fantasías? ¿Has traído la turba?

4 comentarios:

  1. Para si hay algun lector infantil, esta vez va de magia. Grumpy

    ResponderEliminar
  2. es un bonito relato para niños, creo que si te dedicaras a la literatura infantil tendrías mucho éxito.

    Un abrazo

    Asun

    ResponderEliminar
  3. Querida Marisa.
    El cuento es totalmente creible y si no... pregúntale a mi sobrina Lucía si los duendes del bosque existen... Ya verás como te lo asegura, ella los ha visto muchas veces y hasta ha hablado con ellos.
    Yo también creo en los duendes, en las hadas y sobre todo en la magia.
    Hay personas que tienen magia y tu eres una de ellas.

    ResponderEliminar
  4. Me encanta, deberías explotar más tu vena mágica.
    Se lo voy a enseñar a mi hija a ver qué opina y te cuento.

    ResponderEliminar