8 jul 2012
El Grito de la Sangre
15 mar 2012
LA TAQUILLERA
-¿Fila doce, dos centraditas?
Los sesentones se alejan cogidos de la mano. Ella pizpireta, llena de vida. Él, serio, pausado. ¡Por primera vez entrando juntos al cine!
La taquillera sonríe divertida ¡Si ellos supieran! No había costado gran trabajo unirlos. Solo un año desde que se lo pensó.
Entonces, ella no faltaba ninguna semana al cine, invariablemente venía el día del espectador, siempre sola. El, fallaba más, también iba solo.
¿Por qué no ponerlos juntos? Y empezó a darles butacas continuas. Siempre reservando una hasta que el otro llegaba.
Y al final lo había conseguido. Orgullosa de su obra volvió a mirar como se perdían escaleras arriba.
-¿Qué película? ¿Cuántas?
4 mar 2012
La escasa destreza del asesino v. 3.0 Definitiva
Los labios del durmiente sonreían. Una baba verde se perdía en las comisuras de los labios. Me dio mala espina. Había rastros de migajas de galletas en el pecho, cuello y parte de la boca. Golpeé al dormilón con los pies. Esperaba una reacción. No sucedió nada. Tuve una corazonada: no dormía: estaba muerto. La lividez del rostro era evidente.
Hurgué entre los bolsillos de la camiseta. Encontré la cartera, y su DNI. Basilio Torregrosa. Cuarenta y cinco años. Soltero. De Moratalaz. Por lo menos, ya sabía cómo se llamaba. Pero el enigma de su muerte me perturbó el espíritu. ¿Quién quería verlo muerto? Examiné la baba. El cadáver empezaba a oler a descomposición. Una mezcla de sudor y flujos vitales en decadencia. Un olor extraños y muy difícil de describir. El olor de la muerte.
La baba verde se trataba del residuo de un veneno. Despedía un aroma agriopicante muy molesto, sintético, alquímico, mortal. Si llamaba a la Policía, las preguntas serían muy comprometedoras. De hecho, según el libro que me estaba leyendo, si se contamina el lugar del cadáver, las pruebas desaparecen. Esto no coincidía con mis intenciones.
El culpable del asesinato debía estar en algún sitio, lejos de aquí. O muy cerca. Decidí de nuevo. Alguien tenía que haberlo visto. Haberse fijado en alguien desconocido. En muchas ocasiones, caminamos por la vida sin fijarnos en nadie. Y Nadie, suele ser muy importante en estos casos.
Indagué, y me acerqué a la Biblioteca. No subí. Fui a la cafetería, y me tomé una tónica. Pregunté a Ana si vio algo extraño.
-Sí-respondió-un hombre con el cabello despeinado, con barba de una semana, y nervioso.
-¿Llevaba alguna cosa en las manos, o en su indumentaria?
-Una bolsa de galletas, con un olor muy extraño.
-Gracias, Ana.
Me despedí, y esta vez, si fui a la Biblioteca. De momento, buscaba a un hombre con un aspecto desaliñado, y una bolsa de galletas. Abrí la puerta, y saludé a los bibliotecarios. Les pregunté por el hombre. Uno de los mismos, me confirmó que iba armado con un cuchillo, la primera vez. Y que los ojos los tenía rojos, d eno dormir. ¿Insomnio, tal vez?
Consulté la novela que estaba leyendo. Hallé que el asesino siempre se encontraba cerca del lugar del crimen. Seguramente, me había observado. No me sentí seguro. Además, portaba un cuchillo. Uno, clavado en en el cadáver de Basilio Torregrosa. ¿Para quién estaba destinado el segundo? ¿Y cómo lograría yo atraparlo con el cuchillo en la próxima víctima? ¿Había víctima potencial?
Lo más seguro es que hubiera desaparecido. Me puse en su lugar. Si se alejaba, la dificultad consistía en atraparlo. Si su huida no dejaba rastro, entonces, nada quedaba por hacer.
Carecía de plan alternativo. No sospechaba quien era; pero si me hubiera tropezado con él, sin duda, su rostro o su aspecto, no pasaría desapercibido. Pregunté al bedel mejicano del centro cultural:
El resto ya me lo figuraba. La víctima no llevaba anillo, y además, era soltero. Abrí más líneas de investigación. Mis sospechas se confirmaron cuando descubrí a una mujer con un anillo, en la Exposición de Pintura. Caminaba de un lienzo a otro sin rumbo fijo. No le importaban los cuadros, pero sí me di cuenta de que su espíritu se encontraba agitado.
Pero podía no tratarse de ella. Podía ser cualquiera. Nadie dijo que ser detective era fácil. Intenté atar cabos. ¿La mujer estaba nerviosa? ¿Cuál es la razón? Si lo estaba, es posible que fuera por varias razones, que nada tenían que ver con el asesinato. Esto meditaba cuando subía las escaleras. Por otra parte, mis razonamientos no me llevaban a ninguna parte. Consulté el libro, y leí que muchos casos no se resolvían porque no importaban para el argumento o la estructura de la novela. También, los indicios o pruebas. El crimen nunca es perfecto; pero cuando el crimen o delito prescriben, las víctimas ya no pueden gritar. Torregrosa hacía unas horas que ya no gritaba.
Continué subiendo las escaleras. Antes de llegar al principio, apareció el asesino. Una bolsa de galletas, ojos rojos de insomnio, barba de una semana, y cabello desarreglado. Me golpeó con la furia en su rostro, con el cuchillo en ristre, me resbalé en el escalón, y caímos los dos. En la confusión de la pelea, procuré que el cuchillo no me dañara. Cuando dejamos de rodar por la escalera (y romperme el brazo, provocarme un doloroso esguince en el pie, y un desgarrón en los gemelos) el cuchillo fue a parar a pecho del asesino. La mujer se acercó, quitó el arma del cadáver, e intentó ¡clavármelo a mí! Me puse en pie, renqueando y agotado. Sostuve la muñeca, y la mujer, fuera de sí, intentó la misma maniobra para acabar conmigo. Falló, y el cuchillo, al modificar su intención, le desgarró su cuello.
-¡Socorro! ¡Ayuda!-grité.
Antes de desmayarme consulté la cartera del asesino. Evaristo Lodosa. Cuarenta y dos años. Casado. Y cornudo inveterado, pensé. De la mujer, supe que se trataba de la señora de Lodosa, casi de la misma edad, y amante de Torregrosa. Ahora, ambos cadáveres. La infidelidad continuaría en otro plano de existencia, supuse.
Y me desmayé. Esta vez, me desmayé de verdad de la buena. Con dolor, y el corazón sobreesforzado. Las fuerzas me abandonaron y, por un momento, mi mente dejó de funcionar.
No me desperté. Recuperé el conocimiento en el Hospital. En la habitación de Trauma había un grupo de agentes de Policía, y un Inspector. Me temí lo peor.
-Estoy detenido, seguro-murmuré.
-No lo está-dijo el Inspector, que se llamaba Nancho Pascual, al presentarse-¿Por qué razón no llamó a la Policía?
-¿Por qué razón el asesino quería matarme? Yo también soy una víctima.
En lo único que pensé, después de las palabras del Inspector, fue en el charco de sangre en la Exposición de Pintura, y en los espectros en el centro cultural, que no tardarían en aparecer. Y me pregunté por qué hasta los criminales acaban siendo víctimas de sí mismos. Por otra parte, me dolía todo el cuerpo, y dormí entre algodones.
27 feb 2012
DESILUSION
-¡Mamá mamá, se me ha caído el diente! ¿Esta noche vendrá el Ratoncito Pérez?
-Carlos, papá te dijo el otro día que al Ratoncito le había atropellado un coche y se murió. Era ya muy viejo y al cruzar una calle no pudo correr cuando vio el coche.
-Pero … ¿No tenía hijos? Porque los hijos heredan lo que tienen sus padres ¿no?
-Sí, pero lo que hacía el Ratoncito no se puede heredar.
-¿No se puede heredar hacer felices a los niños?
-¿…?
-¡Jo! No entiendo por qué los mayores no creéis en la magia.
22 feb 2012
La piel escrita
Veo junto a su reloj, unos números marcados en su piel. Ella se ha dado cuenta de mi mirada, y tímidamente estira la manga de la anodina blusa para ocultar la piel escrita. Un aluvión de pensamientos diversos se agolpan en mi cabeza intentando dar una explicación adecuada a lo que he visto.
Al día siguiente alguien me da la respuesta. Ella, la interprete, esta mujer callada, taciturna, cumplidora en el trabajo y que habla tantos idiomas, apenas habla. ..
Y nunca nos contará, que hace muchos años, estuvo interna en Mathausen.
Allí la marcaron para siempre, en la piel, en el alma...
Esta es una historia real. Conocí a esta mujer en Checoslovaquia, era nuestra interprete en una película llamada “MILO BARUS” . Estábamos en los años ochenta.
Maria Luisa Pino Febrero 2012
8 feb 2012
La impaciencia de Stefan Zweig, cuando se sufre del corazón
29 ene 2012
Oficina´s Inferno
Lanzarote se comportaba, con cada nueva mujer, o amante, como si se tratara de un mundo nuevo que descubrir. Su labia, inmensa, nunca le fallaba, y lo que es peor, había conseguido ascender en la jerarquía de la empresa sin apenas esfuerzo, levantando envidias, y seduciendo a las esposas de sus superiores, abogando por él. Lanzarote no brillaba en ingenio para su ascenso, y, sin embargo, consiguió un despacho como directivo, sin el esfuerzo para merecerlo, y el lugar que utilizaba como picadero, con las secretarias, y un millar o más de amantes, o supuestas.
La mente de Lanzarote se vació, y no pudo pronunciar palabra.
-Bi-bienvenida.
-¿No le importa llevarme?-preguntó Ginebra.
-No.
-Desnúdate-ordenó Ginebra.
-¿Cómo?-preguntó un todavía sorprendido Lanzarote.
-¡Quítate la ropa, terrícola!
27 ene 2012
TEMEROSO DON JUAN
Luis y Oliva se conocieron bailando un tango.
Una noche de verano, cansados de estudiar, salieron a despejar su mente al parque cercano a su domicilio. No se conocían aunque vivían cerca el uno del otro.
Oliva era una joven dulce y muy guapa que soñaba con amar a un hombre con quien formar una familia.
Luis, de aspecto atlético y muy atractivo, sólo pensaba en conquistar al mayor número de mujeres, era la forma de sentirse hombre y presumir delante de sus amigos; estudiaba porque sus padres le obligaban para hacerse cargo de la empresa que fundara su padre.
Aquella noche, se sentaron en el mismo banco, Oliva recelosa por compartir el banco con un hombre, él, arrogante, y viendo una posible presa. El pequeño hombre que les miraba con nostalgia, empezó a tocar su bandoneón, ninguno de los dos sabe por qué se levantaron y se pusieron a bailar, “P’a que bailen los muchachos”. Los dos soñaron, pero no de la misma manera. No hablaron y solo cruzaron furtivas miradas.
Era luna llena. Después de bailar se fueron a su casa pensando el uno en el otro.
Oliva soñaba. Luis, enfadado porque había dejado escapar una presa, “¿¡qué me ha pasado para dejarla ir!? ¿¡por qué no he hablado!?” pensaba, “esto no puedo contarlo, una mujer deseable para cualquier hombre, la he tenido entre mis brazos y ni siquiera la he mirado, no recuerdo su cara, sólo el calor de su tierno cuerpo”
Pasaron meses yendo al parque cuando la luna estaba plena, en todo su esplendor, ambos se buscaban, pero no se reconocían o no se encontraban.
Pero un día, cuando la luna parecía descender a la tierra, vieron a ese pequeño hombre con su bandoneón, le siguieron, caminaban juntos pero no se conocieron. Se sentaron en el mismo banco, se miraron, Luis pensaba, “es guapa, quedaría muy bien en mi lista de conquistas”.
Sonaron las notas de ese tango que un día bailaron.
Luis se levantó, emocionado por la música, la invitó a bailar pensando que muy pronto sería suya, no como la primera vez que oyó este tango.
Cuando la tuvo entre sus brazos, reconoció las formas de ese cuerpo con el que había soñado tantas veces, ese calor, la suavidad de las manos, su perfume. Todo su cuerpo temblaba, sudaba y el aire parecía no entrar en los pulmones. “¿Qué me pasa?” pensó, “quiero mirarla y no puedo, quiero hablar y tengo la garganta seca. No puedo despegarme de su calor. La deseo, pero me siento extraño, diferente. Quiero irme. ¡Que termine pronto este tango!”