De que caprichoso engranaje deben estar hechos los recuerdos. Estoy delante de la casa en la que nací y en la que viví durante casi 20 años, y lo primero que me viene a la memoria es el momento en que mis padres me prohibieron ver la peli de Disney Alicia en el País de las Maravillas. La había visto millones de veces y me fascinaba el ejército de naipes, y, en especial, su reina de corazones.
No sé muy bien lo que aquella película cambió en mí, pero lo cierto es que me convirtió en otra persona. Tendría unos doce años y sin motivo aparente dejé de jugar con Ana, mi queridísima hermana gemela. No más reuniones en la casa del árbol para planear nuestras fantásticas aventuras, a pesar del limitado escenario (el seto se convertía en cualquier lugar que nuestra joven imaginación permitía); no más saltos, escondites imposibles, grillos atrapados. Todo se acabó y mis torpes excusas no hicieron sino afligirla más.
No sé por qué he vuelto. Ni para qué he vuelto. Quizá arrastrado por las partes más felices de mi pasado. Pero, mírenlo, si ya no está la casita, y el árbol es casi tan gigantesco como mi ruina; y el seto… Es el muro de Berlín del lado de la República Oriental de Chiapas, no más.
La Hacienda, sin embargo, no parece haber cambiado lo más mínimo. ¿Llamo? ¿Me dejarán pasar? Van a pensar que soy un huele moles. Me la juego a cara o cruz, ya ven, no puedo emerger del mar de mierda del juego. Cara. Iba a entrar al lugar del que salí poco honrosamente diez años atrás, al poco de cumplir la mayoría de edad. Mi padre me había pillado robándole dinero. No era la primera vez. En esta ocasión la lacrimógena intercesión de mi madre y mi hermana fue insuficiente.
Toco la puerta con fuerza. ¡Híjole! no parece haber nadie aquí. Ábranme, por favor, soy Carlos Contreras el hijo de los anteriores dueños, grité.
Se me agolpan los recuerdos y todos los detalles parecen tejidos en el sutil material del olvido. Aun así, estoy tan convencido de que mi infancia y adolescencia fueron felices en esta Hacienda como que me relamía con los huevos con cebolla, chile y tomate.
Mis padres me educaron lo mejor que pudieron y supieron, siempre mostrándome un amor fuera de toda medida, incluso en los momentos malos, ahora lo aprecio. –No debieron hipotecar la casa para cubrir mis deudas de juego-. Y Ana, un ángel, los mejores momentos de mi puñetera vida los he pasado con ella jugando por estos, ahora, desolados parajes. Hubiera preferido morir mil veces antes de hacerte todo el daño que te he hecho, si hubiera sido consciente…
La puerta no está cerrada con llave. Puedo entrar. Entro. Holaaaaaaa…!
Después de un par de golpes provechosos se puede decir que dejé de ser un miserable espalda mojada. Multipliqué los ahorros conseguidos de forma tan diligente. Por un tiempo, reiné en las mesas de Black Jack y Póker de los mejores casinos de Las Vegas. Mujeres, coches, coca, remesas para los viejos (¿o no les mandé nunca dinero?), todo cuanto quería estaba en mis manos gracias a mi ejército de naipes.
Hasta que la Fortuna me volvió la cara, bueno más bien, me abofeteó, con más violencia que las tormentas de polvo y arena que numerosas veces asolaban la Hacienda de mis padres. Lo perdí todo y la dignidad no fue precisamente lo último. Evité el traje de madera que para mí había encargado Joe Brody, un grasiento capo de la Mafia local con el que había contraído una deuda de 100.000 dólares dos meses atrás, gracias a los 150.000 que mi familia vino a entregarme al Royal Casino, habitación 313, mi última residencia conocida. Apenas dos horas les dediqué de los dos días que estuvieron … ¡Qué miserable! Tampoco les pude acompañar al aeropuerto. Para entonces, le había entregado 50.000 dólares a Joe Brody y el resto lo había perdido en mi mesa preferida de póker. Tenía que poner a salvo mi moroso pellejo y huí como una rata desnortada. Un mes después, por casualidad, ¿estaba en Ohio?, me enteré de que se había estrellado el avión en que mi familia regresó a México. No hubo supervivientes.
Han pasado casi cuatro años desde entonces. Holaaaaaa. ¿Cómo es posible que no haya nadie? No observo ningún cambio: los muebles, el sofá, la tele, la alfombra, todo está como yo lo recuerdo, quizá con más polvo, muy sucio como deshabitado hace tiempo… y la cocina está llena de… Hijas de la gran chingada, pero qué es esto? … y este olor?
En el despacho de mi padre, rodeados por centenares de polvorientos libros, yacen, junto a la mesa, lo que parecen tres cadáveres en avanzado estado de descomposición y sobre cada uno de ellos un naipe. Sólo alcancé a ver la reina de corazones antes de salir huyendo.
Ya no recordaba este texto tuyo, aunque me imagino que en su momento me gustaría, porque ahora me ha encantado.
ResponderEliminarLo tuyo es la novela, tienes capacidad para crear muchos presonajes y buenas tramas.
Verdaderamente... lo que puede dar de sí una misma imagen.
Tiene razón Lupita daría para un cuento largo o una novela corta... De que extraños laberintos se nutre la memoria....
ResponderEliminarUn abrazo
Asun
Estoy de acuerdo con Lupita y Asun, este escrito da para mucho más: situaciones, descripciones, pensamientos, emociones ...
ResponderEliminarMe ha gustado el final ¡¡¡espeluznante!!!
Besos