Casio corría como si la vida le fuera en ello. Detrás lo perseguían los caballeros. Podía escuchar el tintineo metálico de las armaduras, y el canto de las pezuñas de los caballos. Al salir del bosque, dio con un precipicio, y debajo del mismo, un lago. La pared rocosa erizada de salientes puntiagudos, no auguraba su salvación. Dio con su cuerpo en el suelo, y se apartó el sudor, y se apartó el sudor con su ropaje descolorido. Los caballeros se acercaron, y lo rodearon. Sir LaGravanêre extrajo su espada con un sonido agudo de la funda. El acero resplandecía al sol. Los demás caballeros repitieron el gesto.
-Entregaos, gañán, y olvidaremos vuestra felonía. Os recuerdo, miserable, que lleváis desde infante a mi servicio.
-No, Amo. No robé esas joyas. Y si para demostrar mi inocencia he de morir, prefiero tirarme por esta embocadura.
-Déjaoslo, Casio. Será mi espada la que os salve del oprobio.
Casio se levantó. Respiraba con dificultad. Se lanzó a la carrera, y ante los ojos de confusión y sorpresa de los caballeros, se tiró por el precipicio.
Sir LaGravenêre comentó a sus pares: "Cómo véis, todos los esclavos que no son nobles, mueren como la piara de cerdos que, Nuestro Señor Jesucristo, los envió poseídos por los demonios". Sus pares sonrieron, y los cascos de los caballos dieron la vuelta.
Un resplandor blanco envolvió a Casio, sumergido en las frías aguas. Movió los brazos por instinto, urgiéndole el aire para los pulmones. Saboreó el agua de dulce a salada, mientras la temperatura se volvía más cálida. Las olas lo arrastraron a la orilla, al mismo tiempo que una roca negra, frenaba su cansancio. La roca negruzca se deshizo del escudero en la orilla. Casio permaneció desmayado hasta que el sol le secó sus ropajes.
El escudero se despertó en una playa de arenas blancas. Lo primero que vió, fue una serie de animales fabulosos que se le antojaron dragones de los antiguos Bestiarios que había hojeado en el Castillo, sin entender las palabras. Sólo las imágenes. A un pterodáctilo, lo creyó un dragón. Era enorme, como cuatro montañas. Un diplodoco, que se sumergía doscientos metros más allá, con su largo cuello, lo tomó por un dragón marino. El iguanodon, que descansaba con su hilera de crestas en su espalda, lo tomó por un dragón con varias alas. No había caído en el Paraíso, sino en el Infierno, pensó.
Casio se adentró en la jungla. Lo siguieron pequeños y rebeldes mimosaurios, emitiendo gritos de difícil localización. Lo siguieron en manada. Incluso hubo uno que intentó morderlo.
-¡Apártate, dragoncillo villano!-y lo golpeó en la espalda.
Casio salió corriendo, porque se acercaron en banda para atacarlo. Casio se había convertido en su improvisado alimento. El escudero aceleró la carrera, hasta que se subió, con cierta facilidad, a los enormes árboles. Decidió descansar. Se alimentó de los enormes frutos, que le supieron algo amargos, pero nutritivos, y cerró los párpados. Esperaba poner fin a esta pesadilla. No divisó a ningún humano por la espesura. No había ningún bípedo ni a cien metros. Sus ojos se cerraron.
Cuando se despertó, el dinosaurio todavía estaba allí.