-Aquí está el Libro Perdido.
-¿Cómo lo ha encontrado?
-Ayer lo resolví en 45 minutos. Seguí sus indicaciones, y precisamente, esta mañana vine de México, de Chitzchen Itzá, y fui a buscarlo. La última vez que se le olvidó fue en Acapulco. Se lo robaron y lo devolvieron al Templo de Quetzalcoatl. Y me adentré en un pasillo que lanzaba flechas. Por cierto que a mi ayudante lo troncharon como a un pincho moruno. Y, después de saltar por un suelo que perdía baldosas de piedra, entré en el Templo. El Libro se hallaba en una pequeña mesa de piedra, que utilizaba contrapeso. Menos mal que siempre guardo un ladrillo, por si acaso. Cambié el ladrillo por el Libro, que pesaba una arroba; pero, ¡ay!, la mesa se introdujo en suelo, y escuché un rumor como de una masa muy pesada rodando, y tuve que salir por patas, y la piedra rodante detrás de mí. Salí muy raudamente, hasta que después de mucha carrerilla, caí en el interior de la selva mejicana.
-¿Y no le detuvo nadie?
- Un listo quería quedarse con el Libro, al mismo tiempo que los indígenas me apuntaban con sus lanzas.
-¿Y qué hizo?
-Llegué a un acuerdo con los indígenas, y les regalé un cupón para jamón de pata negra. Aceptaron.
-¿Y el tipo?
-Nada. Un cazatesoros incorregible. Le dije que era una copia. Que había más Libros.
-¿Y le creyó, 45?
-Claro. Regresé en un periquete. Aquí lo tiene. Todo suyo.
-Gracias. Es una herencia familiar.
-No olvide pagarme mis honorarios.
-Su cheque, 45. Habrá más consultas.
-Desde luego. Soy 45. No lo olvide.
Aquí un nuevo relato. El tiempo estipulado obliga.
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