_ Martín, cierra los ojos y dime que ves...
El golpe fue mortal, en un instante el coche se empotró en el trasero del camión que tenía delante y Martín nunca contestó a la estúpida pregunta. No pudo, paso varias semanas en coma, pero si hubiera podido le hubiera dicho a la cretina de su mujer que vio las estrellas, todas, o sea... el firmamento entero, también con la estrella de los Reyes Magos y los mismísimos Reyes incluidos en el lote, paseando por un cielo azul, o por el mar azul... de cualquier modo por algo azul.
Cuando Martín se había casado con Maribel, poco agraciada, nada inteligente... pero la más rica del pueblo y alrededores, por supuesto lo hizo por interés. Rica, rica “era” pero no “estaba”. De aquí la conveniencia de distinguir entre estos dos verbos. Pero él, Martín, decía jocosamente a sus amigos, entre bromas y veras “de noche y con un saco por la cabeza.” Lo que se callaba es que además del saco hacía falta un gran cantidad de cinta de embalaje para cerrarle la boca y poder descansar.
Con el tiempo desarrollo una estrategia de supervivencia para evitar discusiones. Se taponaba los oídos con cera “Tengo el tímpano muy sensible” decía, y así iba tirando como podía.
Aquel fatídico día del accidente su mujer le había “gritado” (por lo de la cera )
_ Nos tienes que llevar a Castillejo. He quedado con mis primos para las particiones de la herencia del tío Julián. A las doce hay que estar allí. Espabila que nos vamos.
Martín dócilmente sacó el coche del garaje, le pasó la aspiradora y también el plumero, luego con el limpia cristales borró las huellas dactilares que su suegra dejaba en la ventanilla del copiloto, donde siempre viajaba por lo de los mareos. Recogió la ultima migaja de la ultima magdalena que Doña Patro había comido en su “querido” coche y, justo había terminado la limpieza cuando aparecieron las dos mujeres.
_ Martín, ya sabes que no tienes ni voz ni voto en esto. La herencia es de mi familia, tu calladito no vayas a decir alguna tontería. Por cierto, el castillo medio derrumbado del pueblo, me lo quiero quedar yo para poner un hostal de esos que se llevan tanto ahora y que se les llama “Hotel con encanto”. Será la bomba. Lo reconstruiremos. Mi madre estará en la cocina. Haremos comidas típicas de pueblo, postres a la antigua; pestiños, magdalenas... ya sabes lo buenas que son sus magdalenas. Yo estaré en recepción . ¡Uy! Ya me veo en las grandes guías turísticas, en la Michelin esa... ¡No se te ocurra decir ni mu de esto a nadie! No quiero que lo sepan hasta que esté todo firmado con los primos. Ya sabes lo envidiosa que es mi prima Agustina y si se entera... igual no firma, para joder.
Martín asintió con la cabeza, abrió la puerta del copiloto y después de unos minutos empleándose a fondo consiguió encajar a su suegra en el asiento. Su mujer se sentó detrás del conductor como era costumbre y entonces puso el coche en marcha, no sin antes quitarse los tapones de cera pues para conducir tenía que oír bien. Y aquel simple detalle, aparentemente inocente fue lo que desencadenó la tragedia.
Estaban llegando al pueblo y, justo en la última curva de la carretera, allá en lontananza apareció el castillo de Castillejo, mirándoles altivo desde su ruinoso aspecto. Entonces su mujer gritó entusiasmada
_ ¡Mira Martín , mira! Mi hostal... Allí. Cierra los ojos y dime que ves...
Y Martín, obediente, había cerrado los ojos y solo los volvió a abrir en la cama del hospital meses más tarde.
Cuando despertó había perdido la noción del tiempo, de la realidad, no sabía quien era. Tampoco recordaba que estaba casado, con su mujer y con su suegra. Aquellas que le habían robado la voluntad y que le convirtieron en un ser pasivo, condescendiente y fácil de manejar, en alguien que, automáticamente y por puro instinto de conservación, hacía lo que demandaban sus dueñas y señoras en cada momento.
Martín se quedó gilipollas (más que antes si cabe), pero Dios, en su infinita misericordia, le liberó de esta manera de la tiranía matriarcal a la que estaba sometido. También le libró de su suegra, que salió disparada por el parabrisas y a la cual hubo que recogerla despiezada y ocupó unas cuantas bolsas de plástico (de las grandes) pues estaba muy gorda. Y cuando su mujer le dijo “Martín, te has cargado a mi madre” Él, desde el nirvana o la nube donde se hallaba suspendido, sonrió estúpidamente. Se volvió de lado y al instante se puso a roncar con la placidez de un bebé feliz.
No, no se había librado de su mujer pero esto ya poco importaba.
Esta vez me he cargado a la suegra
ResponderEliminarGrumpy, me gustan mucho tus relatos.
ResponderEliminarMe parto...Porque lo escribes tú, pero tiene un toque misógino.
ResponderEliminarEs que algunos hombres son... "mu tontos".
ResponderEliminarEres "mu mala" pero me lo paso bomba con tus cuentos. Me encanta corregir los acentos que te comes y buscar fotos que puedan gustarte. Beeesos.
ResponderEliminar¿Y esta? Yo creo que se ajusta más al cuento .
ResponderEliminarEs que me he tomado muy en serio lo de ser negra de una grande y me crezco...