La conocí en Sevilla en el otoño de 2038. Por entonces yo impartía clases de Econometría Aplicada en la Universidad Hispalense y disfrutaba por las tardes dirigiendo varios talleres de poesía que organizaba el Ayuntamiento en su red de bibliotecas.
En una de ellas, casi esquina con la calle Betis y desde cuyas ventanas se podía ver como las aguas del Guadalquivir discurrían con perezosa melancolía —alumno del Taller, dixit—, se presentó ella como Felisa Robles. Inmediatamente, me vino a la cabeza el nombre de la premiada guionista de una de mis series favoritas de televisión. No recuerdo ahora el título, pero si la trama a grandes rasgos: un variopinto grupo de pequeños monstruos cibernéticos (algunos, los menos, bastante grandes), hechos de látex y otros materiales primitivos, moviéndose por escenarios que recordaban vagamente a los olvidados cuentos de hadas pero instalados en un futuro bastante próximo (el 2050 si no recuerdo mal), se encargaban de impartir justicia —a su peculiar modo— y desenmascarar inmisericordemente todas las ñoñas estupideces que llevaban a la sociedad descrita a un abismo político y moral irreversible.
—Por supuesto que soy yo— me dijo, como si hubiera leído mi pensamiento. Me dejó un beso en cada mejilla y unos pequeños cortes, hechos por unos estrafalarios pendientes, grandes y de llamativos colores, que a su vez hacían juego con innumerables abalorios que llevaba en las muñecas, dedos y cuello.
—Encantado, es para mí un honor tenerla en mi clase— le contesté cortésmente inclinando levemente la cabeza; mientras, no podía dejar de admirar su floreado vestido verde y rosa, y los zapatos color esmeralda de puntas redondeadas dobladas hacia el empeine. ¡Insuperable contrapunto al gris ceniza metalizado que imperaba en la clase y por extensión en la homogénea diversidad de la sociedad en su conjunto!
Tampoco le iba a la zaga el hombre que, desde el primer día, se sentó — ¡¿interpuso?!— entre ella y yo. Vestía todo de blanco, camisa, traje de lino —arrugado y sucio—, zapatos y sombrero. No era ni alto ni bajo; de cabellos largos —blanco ceniza— no presentaba rasgos significativos en su rostro, salvo su mirada, como sin vida, que yo achaqué a su avanzada edad. Tomado en conjunto, parecía un personaje extraído de una novela norteamericana de principios del siglo XX, y por su lenguaje corporal, no tuve dudas que Martin Joyce, ese era su nombre (o al menos, como firmó el soneto que más tarde reproduciré), era pareja de Felisa Robles.
Desde el comienzo de clase algo insólito sucedió. Cuando yo me dirigía a Martin el resto de los alumnos —salvo Felisa Robles— se miraban entre sí, extrañados primero, y, más tarde, divertidos como si les estuviera gastando una broma, o como me confesaron dos días después (tomando unas cañas y unas tortillitas de camarones en el bar Estrella de Metal), como si estuviera interpretando al Comendador en el Tenorio de Zorrilla, y les pusiera así algún tipo, raro, de prueba. Más chocante aún fue lo que ese mismo día me contó Felisa Robles, una vez se marcharon todos sus compañeros, a excepción, por supuesto, de Martin.
—Verás— me dijo, tuteándome con natural desparpajo. Poco después de divorciarme, una inédita vena escritora se apoderó de mí. Cuentos, sátiras, guiones de cine y televisión, novela negra…, prácticamente toqué todos los géneros literarios en prosa, y no sin éxito, como supongo conoces. Me creé un heterónimo, Mürrisch, que encarnaba los más hipócritas valores conservadores de la sociedad. Le hice protagonista de varios de mis relatos, especialmente de la serie negra “El infierno en la otra esquina”. Le daba réplica en algún título un personaje —Marcos Juárez—, separado de facto de la mujer con la que llevaba casado más de 40 años que, a la sazón, era íntima amiga de Mürrisch. En un momento dado, fruto de un repentino amor o de un acaloramiento pasajero, Marcos pasa de la insinuación sutil a la torpe acción más propia de un jovencito. Ella, sin duda, se siente halagada, pero al mismo tiempo, se ve obligada a pararle los pies, en parte porque se siente desconcertada y, en mayor medida, porque sabe que las personas de su círculo más próximo iban a tildar esa relación, cuando menos, de escabrosa y, desde luego, desaconsejable.
—Bien, te preguntarás por qué te suelto este rollo— con la voz quebrada Felisa se echó en mis brazos sin poder contener el llanto. ¡Es horrible! Necesito que me creas… y que me ayudes.
—Lo siento, pero no comprendo nada— le contesté, mientras sacaba un pañuelo de mi chaqueta.
— ¡Por favor, ayúdame!— insistió. Hizo un leve gesto con su mano y Martin, solicito, se acercó presuroso.
— ¡Mira! —me gritó, mientras me pasaba el papel que le había traído Martin.
Lo miré y leí el soneto manuscrito que aquí transcribo:
Abrasado como una negra hoguera
por el brillo sonriente de tus ojos
¡amada! ante ti, caigo de hinojos
peno y mi corazón espera,
Perdón por mi falta de prudencia
mano sin pulso ya, lúbrica tea.
Preso sin sueño, sueño tu presencia
y el peso de la pasión que me golpea.
Deseo encender la sutil madeja
del te quiero me quieres, vivida
en soleado otoño y perla vieja.
Que lo que no me des y no te pida
será para la poesía, que no deja
huellas de los besos sin despedida.
— ¡Sigues sin entenderlo, verdad! Lee esto. Y me pasó un libro de poesía editado en 2010 en el que ella figuraba como autora y contenía un soneto precioso en el que, sin duda, se inspiraba el que acababa de leer en el papel.
—Felisa si esto es una broma, de verdad que no le encuentro la gracia— le dije, sin poder ocultar mi desagrado por una situación que cada vez comprendía menos.
—¡¡Pero no te das cuenta que sólo tú y yo podemos ver a Martin!!— exclamó, al tiempo que le empujaba, y al caer al suelo, me pareció que tropezaba con varias personas sin que estas se inmutaran.
— ¿No lo ves? No es real— siguió histérica. Tienes que ayudarme a deshacerme de él. Tú eres el único que puede. Por alguna extraña circunstancia, tú adviertes su presencia.
—Bien. ¡Vale, vale!— le dije, al tiempo que hacía una seña al camarero para que me trajera la nota. ¿Qué quieres de mí?, perdona pero es que se me ha hecho un poco tarde, continué con la máxima amabilidad que pude, pero sin disimular mi impaciencia.
—Échame una mano para acabar este cuento y devolver a Martin, o a Marcos, a quien coño sea, al lugar del que nunca debería haber salido. Yo sola no puedo, de algún modo se ha apoderado parcialmente de mí y escribo a su dictado— me dijo, poniendo unos papeles encima de la mesa.
Finalmente, me convenció o, más bien, me conmovió su mirada suplicante y un tanto extraviada. Acabamos con el pobre Martin en pocas líneas y con un estilo melodramático ya en desuso: se suicidó colgándose con una cuerda en la modesta pensión sevillana que ocupaba; no pudo soportar los desaires amorosos que su amada le infligía una y otra vez.
Fue la última vez que la vi… hasta anteayer. Era viernes por la noche y estaba tomando unas cervezas con unos amigos en una tasca madrileña de la cava baja. Llevaba ya casi dos años en Madrid donde me había trasladado al poco tiempo de lo acaecido en Sevilla. Felisa seguía igual, era el colorido centro de atracción del local; junto a ella, me pareció ver a un tipo de similares características a Martin. Me marché sin saludarla, e incluso me llegué a convencer que en realidad todo había sido fruto de mi imaginación ayudada por el exceso de alcohol que llevaba.
Hoy, leyendo el periódico, dos noticias menores, sin aparente relación, iluminaron como por ensalmo mi cerebro: la reseña bibliográfica del nuevo éxito de una escritora y el suicidio por ahorcamiento de un individuo del que se mostraba una fotografía reciente.
Salí de casa precipitadamente a comprar el último libro de Felisa Robles.
Quiero felicitarte, por el cuento y por el cambio de imagen.
ResponderEliminarAhora me gustó un montón.Gracias por acercarme veladamente hacia la inmortalidad. YOOOOO
ResponderEliminar