23 nov 2010

SONRISAS Y LÁGRIMAS

(Recuerdos agridulces de hace mucho tiempo.)


Aquella risa la tengo grabada en mi mente, era la más cantarina y alegre que jamás había escuchado y superior a todas las risas de todos los niños del mundo juntos. Su dueña era apenas una mujercita de 12 o 13 años que acarreaba un bebé: su hermanito, o tal vez su hijo. Lo llevaba sujeto a la espalda con una especie de manta multicolor que ataba a la altura de su incipiente pecho. Ella se fue acercando poco a poco hacia mi mesa de trabajo, la curiosidad era más grande que su timidez. Yo la sonreí para animarla, ella juntó las palmas de las manos e inclinó la cabeza al tiempo que murmuraba unas palabras en tailandés que naturalmente no entendí. Le contesté en inglés sabiendo que ella tampoco me entendería, pero al menos le hice saber que no era muda. Me miró sorprendida y siguió hablándome con suaves sonidos que cambiaban de tono como las notas musicales. De vez en cuando se paraba esperando que le contestara, yo invariablemente lo hacía en inglés, y esto le dejaba perpleja pues no sabía de la existencia de otras lenguas que no fuera la suya. Tampoco sabía de gentes con otro color de piel, ni de la existencia de otros países aparte de su jungla en aquel lugar perdido de Tailandia. Le ofrecí una coca-cola, la miró recelosa, comprendí que no tenía idea de que era, abrí otro bote, lo bebí para que me imitara, lo cual hizo enseguida y cuando terminó, su cara expresaba una felicidad que pocas veces vemos en nuestros niños occidentales. Soltó un sonoro eructo y se echó a reír, yo reí con ella y a partir de ese momento siguió parloteando incansable esperando de algún milagro que me hiciera hablar su lengua. Pero como esto no sucedía, de tanto en cuanto se quedaba pensativa, tratando de entender el porqué de esta situación y así pasó el tiempo y mientras yo trabajaba ella fué tomando confianza. Acomodó al niño en el suelo sobre su manta y pronto empezó a alargarme los materiales que estaban extendidos encima de mi mesa y que iba utilizando de vez en cuando. Yo estaba fabricando lanzas retráctiles que necesitábamos para rodar una secuencia de la película que nos había llevado a aquel lugar. Cuado anocheció me dijo algo y recogió al bebé, no sin antes de poner al alcance de mi mano parte de los materiales. Se inclinó y después de saludarme se perdió entre los árboles.
Al día siguiente, hacia las cinco de la tarde, oí pisadas que venían del bosque, era mi amiga y su bebé, pero esta vez venían acompañados de otros dos chiquillos de unos 8 o 9 años. De nuevo el respetuoso saludo tailandés. Luego, la niña, dominando la situación, acomodó a sus amigos en sendas sillas alrededor de mi mesa, la cháchara incansable de los críos y la mirada hacia el cajón donde guardábamos las bebidas me recordó que era la hora de la coca-cola. Les dí un bote a cada uno y ¡ como festejaron aquel lujo! Aquello si que era una gran fiesta. Uno de los chicos cortó en trozos un coco que llevaba en su bolsa y nos ofreció a todos. Estaba recién cortado, jugoso y fresco simplementen delicioso.
Mientras, el trabajo seguía en marcha y yo tenía tres ayudantes. Les señalaba dónde y cómo tenían que cortar las cañas de bambú y ellos, disciplinados, las iban acumulando a mi lado. También les enseñé a anudar los preservativos alrededor de la parte de la lanza que debía retraerse y al poco rato lo tenían controlado perfectamente.
Y pasó un día, y otro, y otro... Durante el tiempo que estuve en aquel improvisado taller, en medio de la selva tailandesa, no faltaron nunca a su cita a las cinco de la tarde. Ellos ponían los cocos y los anacardos, yo, las coca-colas y todos éramos los más felices del mundo compartiendo nuestros pequeños tesoros. Hasta llegaron a acostumbrarse a nuestro pequeño problema con el idioma, por señas nos entendíamos perfectamente.
Pero todo termina y a los siete u ocho días de estar en aquella localización nos marchábamos a rodar a otro lugar. El día anterior a nuestra partida me las arreglé para requisar las coca-colas y las chocolatinas que quedaban en el campamento y esperé.
Mis amigos vinieron a su hora de siempre. Se organizó la merienda, ellos prepararon los cocos y los anacardos, yo las bebidas y alguna que otra golosina que había substraído del catering. Nos dimos nuestro pequeño festín, riendo como siempre a cada sonoro eructo de los niños. Estos, de vez en cuando, miraban inquietos la mesa de trabajo que estaba limpia de materiales y, la vista del campamento casi totalmente desmantelado, sin duda les preocupaba y empezaron a preguntarme cosas que no tenían respuesta...
Cuando terminamos la merienda me levanté, abracé uno a uno a los chiquillos, que ya eran cinco más el bebé y tragándome las lágrimas les despedí. Repartí todos los botes de coca-cola que podían cargar entre todos y les hice señas para que se fueran. Antes de perderse entre los árboles del bosque me miraron por última vez. Nunca supe sus nombres...



5 comentarios:

  1. Es un relato real,contado sin añadir o quitar nada. Ya sé que no tiene nada que sorprenda y hasta quizás puede aburrir...Pero a mí, el tratar a estos niños, y ver lo felices que eran con tan poca cosa me dejó huella y contarlo es mi pequeño homenaje a ellos. Marisa

    ResponderEliminar
  2. Si señora, es un buen relato y es buena literatura:sincera, desnuda de adornos y sentimentalismos, pero conmovedora. Una prueba más de que para recrear la realidad o la ficción, tanto da, lo necesario es juntar bien las palabras y tú lo bordas.

    ResponderEliminar
  3. Que tierno. Como siempre que nos cuentas historias de tus vivencias, a mi particularmente, me llegas al corazón. Tengo envidia sana de todo lo que has visto y vivido.

    ResponderEliminar
  4. Una historia genial Marisa, conmovedora y bien contada. Da gusto contigo...Yo me sentaría también a tu vera para oirte contar todas estas historias

    ResponderEliminar
  5. Marisa, el relato me ha gustado y emocionado. No importa si es literatura o no. Todo recuerdo es literario, y está contado con maestría. Además, siempre que voy a un buffet libre de comida china, o japonesa, siempre voy a los sabrosos fideos thailandeses. A lo mejor fui tailandés en alguna vida. Me ha conmovido por la sencillez en que está narrado, y soy Hyeronymus

    ResponderEliminar