El lugar preferido de toda la casa es su habitación. Es su refugio, su cueva, el único espacio donde apenas le molestan.
Cecilia es la mayor de tres hermanos. Ya no es una niña, tampoco un adulto, no sabe cómo definirse. Está harta de aguantar a sus hermanos, de que sus padres la traten como un niño más. Por suerte, todos respetan bastante su pequeño refugio.
Todo lo hace sentada en su cama: los deberes, leer, pintarse las uñas, comer golosinas y distintas aficiones que aparecen tan de repente como se van. Ahora está haciendo pulseras de cuentas. Lleva el brazo repleto de ellas, es que “está de moda”, como dice ella respecto a cada nueva afición.
Lo que más le gusta es tumbarse, no hacer nada, dormitar. No entiende la necesidad de su familia de estar siempre ocupada. Se tumba, se relaja, es feliz.
Cecilia nota como el colchón empieza a elevarse muy lentamente. Continúa tumbada, cierra los ojos y permanece atenta. Percibe que sube, se mueve hacia un lado y hacia delante. Siente como sale de su habitación, ha traspasado la pared y la puerta. Huele al perfume de mamá, debe ser que acaba de pasar por el pasillo.
Sigue de frente, nota como el colchón desciende poco a poco, parece que apoyado en la barandilla de la escalera. El movimiento sigue siendo muy lento, pero Cecilia escucha como alguna de las cuentas de las pulseras desparramadas sobre la cama, se mueven. Alguna cae al suelo: clin, clin, clin…se oye como saltan por los peldaños. Nadie acude. Continúa con los ojos cerrados, oye a sus hermanos y a su madre en la cocina, estarán merendando. La puerta debe estar cerrada, no le han visto.
Cecilia ha traspasado la fachada de la casa. Siente el aire de la calle. La temperatura es buena, debe estar nublado, no nota el sol sobre su piel. Oye a lo lejos la máquina cortacésped de su padre, debe estar en el jardín de atrás, tampoco le ha visto salir.
Se eleva, no tan suavemente como antes, se agarra a las sábanas, siente algo de vértigo en la ascensión. Decide no abrir los ojos y seguir disfutando de esa sensación. Oye el ruido de tráfico, ahora claramente debajo de ella, también algún ladrido de perro. Cada vez lo escucha todo más lejano. Qué sensación tan agradable, flotar.
Cecilia está cómoda, le encanta su cama, estar en ella tumbada, sin hacer nada. Se queda adormecida. Pasa el tiempo, empieza a ser aburrido. Mejor abre los ojos.
Todo es blanco a su alrededor, como algodón, mullido y cálido. De algún lugar llega una luz, no mucha, pero suficiente para ver su colchón, sus sábanas y todas las cuentas de pulseras desparramadas. Se sienta y coloca las cuentas, según colores y tamaños en los distintos cajones de una caja especialmente diseñada para ello. Saca hilo de pescar y alinea cuentas en dos colores, no así no, mejor con esta otra….
Cecilia es la mayor de tres hermanos. Ya no es una niña, tampoco un adulto, no sabe cómo definirse. Está harta de aguantar a sus hermanos, de que sus padres la traten como un niño más. Por suerte, todos respetan bastante su pequeño refugio.
Todo lo hace sentada en su cama: los deberes, leer, pintarse las uñas, comer golosinas y distintas aficiones que aparecen tan de repente como se van. Ahora está haciendo pulseras de cuentas. Lleva el brazo repleto de ellas, es que “está de moda”, como dice ella respecto a cada nueva afición.
Lo que más le gusta es tumbarse, no hacer nada, dormitar. No entiende la necesidad de su familia de estar siempre ocupada. Se tumba, se relaja, es feliz.
Cecilia nota como el colchón empieza a elevarse muy lentamente. Continúa tumbada, cierra los ojos y permanece atenta. Percibe que sube, se mueve hacia un lado y hacia delante. Siente como sale de su habitación, ha traspasado la pared y la puerta. Huele al perfume de mamá, debe ser que acaba de pasar por el pasillo.
Sigue de frente, nota como el colchón desciende poco a poco, parece que apoyado en la barandilla de la escalera. El movimiento sigue siendo muy lento, pero Cecilia escucha como alguna de las cuentas de las pulseras desparramadas sobre la cama, se mueven. Alguna cae al suelo: clin, clin, clin…se oye como saltan por los peldaños. Nadie acude. Continúa con los ojos cerrados, oye a sus hermanos y a su madre en la cocina, estarán merendando. La puerta debe estar cerrada, no le han visto.
Cecilia ha traspasado la fachada de la casa. Siente el aire de la calle. La temperatura es buena, debe estar nublado, no nota el sol sobre su piel. Oye a lo lejos la máquina cortacésped de su padre, debe estar en el jardín de atrás, tampoco le ha visto salir.
Se eleva, no tan suavemente como antes, se agarra a las sábanas, siente algo de vértigo en la ascensión. Decide no abrir los ojos y seguir disfutando de esa sensación. Oye el ruido de tráfico, ahora claramente debajo de ella, también algún ladrido de perro. Cada vez lo escucha todo más lejano. Qué sensación tan agradable, flotar.
Cecilia está cómoda, le encanta su cama, estar en ella tumbada, sin hacer nada. Se queda adormecida. Pasa el tiempo, empieza a ser aburrido. Mejor abre los ojos.
Todo es blanco a su alrededor, como algodón, mullido y cálido. De algún lugar llega una luz, no mucha, pero suficiente para ver su colchón, sus sábanas y todas las cuentas de pulseras desparramadas. Se sienta y coloca las cuentas, según colores y tamaños en los distintos cajones de una caja especialmente diseñada para ello. Saca hilo de pescar y alinea cuentas en dos colores, no así no, mejor con esta otra….
Óscar nos pidió un cuento de alguna forma relacionado con un sueño recurrente nuestro. De pequeña soñaba que volaba sobre el colchón de la cama, en casa de la nonna....esa es la base de este relato.
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