Seguimos sin hablarnos hasta el malecón. Al llegar, el sol apuntaba por el horizonte, grandioso, muy naranja. La brisa refrescaba nuestros rostros acalorados por las copas, los canutos y las jineteras de la noche anterior. De repente, mi compañero se tiró al suelo y pensé: ¡Está de cachondeo!
Le dije:
_ ¿Qué pasa? ¿No aguantas tanta belleza?
No me contestó. Al ver su rostro me asusté y salí corriendo en busca de ayuda. Cuando llegamos, ya no había nada que hacer.
Lejos de maldecir la decisión de haber pasado una noche loca, pensé:
_ ¡Qué pasada! Yo quiero morirme así.
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